/ domingo 3 de noviembre de 2024

Amar a Dios es amar al prójimo también

En la vida hay cosas importantes, otras que son de mucho interés, pero sólo una es la más importante que no podemos dejar de lado, so pena de que nuestra vida interior muerta: el amor de Dios y el amor al prójimo. Si lo descuidamos, todo empieza a descomponerse, a podrirse: todo amenaza destrucción. ¿Por qué decimos el “amor de Dios”, en lugar del “amor a Dios”? Es para indicar ese movimiento de reciprocidad: el amor que Dios nos da, el que recibimos gratuitamente, exige una respuesta de amor, que brota de nuestro interior hacia Aquél que tanto nos ama. Es la experiencia del pueblo de Israel. Cuando este vivía en esclavitud y aún no se sentía pueblo, cuando sus gritos se ahogaban en la impotencia, “experimentó” el amor de Dios que recogió esos gritos y lo hizo pueblo. Al iniciar su peregrinación por el desierto, Israel sabe que sólo se sostendrá gracias a ese amor que es recíproco. Saberse amado por Dios lo sostiene, pero también lo sostiene el amor que él profesa a Dios.

Toda idolatría lleva al pueblo a la destrucción porque desprecia sus raíces y abandona sus ideales. Con toda razón Israel ha hecho del “Shemá Israel” el fundamento de todas sus leyes, estructuras e ideales. Cada vez que se ha olvidado y ha puesto su corazón en otros dioses, llámense baales, injusticias o falsos ritos, el pueblo ha caído en la desgracia. Por eso cada día con rigurosa fidelidad debe recitar: “Shemá Israel”: “Escucha Israel, nuestro Dios…”. El texto del Deuteronomio que leemos hoy es el alma, la guía, la hoja de ruta que Israel no puede descuidar ni cambiar por otra cosa bajo el grave riesgo de perderse y perecer como nación. La connotación en hebreo del verbo “shemá” lleva implícito el imperativo de obedecer, poner en práctica, y eso era lo que debía hacer el pueblo: escuchar obedeciendo, escuchar poniendo en práctica. Es la profesión de una fe monoteísta en medio de un mundo que adoraba muchos dioses y tiene un alcance patriótico: unidas a esa fe en el único Dios, están la posesión de la tierra y sus relaciones sociales y políticas con los hombres. Mientras sea fiel a este Dios, poseerá esa tierra que mana leche y miel.

Jesús retoma el credo Israelita y lo hace actual, para aquel tiempo y para nuestro tiempo: el amor de/a Dios y el amor al prójimo. Pero como consecuencia clara e indispensable del amor debido a Dios, coloca el amor al prójimo “como a ti mismo”. Lo que alimenta y da vida al hombre debe estar traducido en acciones concretas que manifiestan ese amor. Cuanto mayor sea el amor sincero que tengamos al hombre, mayor será el amor verdadero que tengamos a Dios y viceversa. Toda idolatría no solamente es contra Dios, sino contra el prójimo. Pensemos en cualquier clase de idolatría que ate el corazón y descubriremos que tanto niega a Dios como destruye a la humanidad. Por ejemplo, la idolatría de la riqueza hace consistir la verdadera grandeza del hombre en "tener" y se olvida que la verdadera grandeza es "ser".

Cuando se es idólatra del tener y se opone a la construcción del Reino, se niega a Dios y se destruye al prójimo. Quizás sea la gran tentación de este momento, porque los fanáticos de las riquezas, los ídolos del dinero, los que no quieren que toquen sus privilegios, esconden sus bienes, fortalecen sus alianzas y destruyen a los hermanos: sólo así se explica la actual violencia, la desigualdad insultante, las mentiras y las corrupciones en nuestro país. Cuanto más se apega el corazón a este ídolo, más se destruye la persona. La codicia, la avaricia, la envidia, la ambición de tener más, el someter a los otros bajo mi riqueza, destruyen al hombre. Este es el más grave deterioro moral, porque la idolatría destruye al hombre y ofende a Dios. Lo mismo se puede decir de cualquiera de las idolatrías: la del poder, del placer, de la fuerza: ¡todas niegan a Dios y destruyen al prójimo!

Nosotros –igual que el escriba– estamos invitados a escuchar y a vivir en plenitud este mandamiento. Revisemos qué idolatrías se han escurrido hasta dentro de nuestro corazón y han hecho a un lado a Dios ¿Qué puesto ocupa Dios en mi vida, en mi mente y en mi corazón? Pero también estemos muy atentos a nuestro amor al prójimo, a nuestro compromiso con la justicia y con la verdad, con la fraternidad ¿Cómo amo a mi prójimo? ¿Qué muestras concretas doy de este amor hacia mis hermanos?



Obispo de la Diócesis de Irapuato

Facebook @ObispodeIrapuato

En la vida hay cosas importantes, otras que son de mucho interés, pero sólo una es la más importante que no podemos dejar de lado, so pena de que nuestra vida interior muerta: el amor de Dios y el amor al prójimo. Si lo descuidamos, todo empieza a descomponerse, a podrirse: todo amenaza destrucción. ¿Por qué decimos el “amor de Dios”, en lugar del “amor a Dios”? Es para indicar ese movimiento de reciprocidad: el amor que Dios nos da, el que recibimos gratuitamente, exige una respuesta de amor, que brota de nuestro interior hacia Aquél que tanto nos ama. Es la experiencia del pueblo de Israel. Cuando este vivía en esclavitud y aún no se sentía pueblo, cuando sus gritos se ahogaban en la impotencia, “experimentó” el amor de Dios que recogió esos gritos y lo hizo pueblo. Al iniciar su peregrinación por el desierto, Israel sabe que sólo se sostendrá gracias a ese amor que es recíproco. Saberse amado por Dios lo sostiene, pero también lo sostiene el amor que él profesa a Dios.

Toda idolatría lleva al pueblo a la destrucción porque desprecia sus raíces y abandona sus ideales. Con toda razón Israel ha hecho del “Shemá Israel” el fundamento de todas sus leyes, estructuras e ideales. Cada vez que se ha olvidado y ha puesto su corazón en otros dioses, llámense baales, injusticias o falsos ritos, el pueblo ha caído en la desgracia. Por eso cada día con rigurosa fidelidad debe recitar: “Shemá Israel”: “Escucha Israel, nuestro Dios…”. El texto del Deuteronomio que leemos hoy es el alma, la guía, la hoja de ruta que Israel no puede descuidar ni cambiar por otra cosa bajo el grave riesgo de perderse y perecer como nación. La connotación en hebreo del verbo “shemá” lleva implícito el imperativo de obedecer, poner en práctica, y eso era lo que debía hacer el pueblo: escuchar obedeciendo, escuchar poniendo en práctica. Es la profesión de una fe monoteísta en medio de un mundo que adoraba muchos dioses y tiene un alcance patriótico: unidas a esa fe en el único Dios, están la posesión de la tierra y sus relaciones sociales y políticas con los hombres. Mientras sea fiel a este Dios, poseerá esa tierra que mana leche y miel.

Jesús retoma el credo Israelita y lo hace actual, para aquel tiempo y para nuestro tiempo: el amor de/a Dios y el amor al prójimo. Pero como consecuencia clara e indispensable del amor debido a Dios, coloca el amor al prójimo “como a ti mismo”. Lo que alimenta y da vida al hombre debe estar traducido en acciones concretas que manifiestan ese amor. Cuanto mayor sea el amor sincero que tengamos al hombre, mayor será el amor verdadero que tengamos a Dios y viceversa. Toda idolatría no solamente es contra Dios, sino contra el prójimo. Pensemos en cualquier clase de idolatría que ate el corazón y descubriremos que tanto niega a Dios como destruye a la humanidad. Por ejemplo, la idolatría de la riqueza hace consistir la verdadera grandeza del hombre en "tener" y se olvida que la verdadera grandeza es "ser".

Cuando se es idólatra del tener y se opone a la construcción del Reino, se niega a Dios y se destruye al prójimo. Quizás sea la gran tentación de este momento, porque los fanáticos de las riquezas, los ídolos del dinero, los que no quieren que toquen sus privilegios, esconden sus bienes, fortalecen sus alianzas y destruyen a los hermanos: sólo así se explica la actual violencia, la desigualdad insultante, las mentiras y las corrupciones en nuestro país. Cuanto más se apega el corazón a este ídolo, más se destruye la persona. La codicia, la avaricia, la envidia, la ambición de tener más, el someter a los otros bajo mi riqueza, destruyen al hombre. Este es el más grave deterioro moral, porque la idolatría destruye al hombre y ofende a Dios. Lo mismo se puede decir de cualquiera de las idolatrías: la del poder, del placer, de la fuerza: ¡todas niegan a Dios y destruyen al prójimo!

Nosotros –igual que el escriba– estamos invitados a escuchar y a vivir en plenitud este mandamiento. Revisemos qué idolatrías se han escurrido hasta dentro de nuestro corazón y han hecho a un lado a Dios ¿Qué puesto ocupa Dios en mi vida, en mi mente y en mi corazón? Pero también estemos muy atentos a nuestro amor al prójimo, a nuestro compromiso con la justicia y con la verdad, con la fraternidad ¿Cómo amo a mi prójimo? ¿Qué muestras concretas doy de este amor hacia mis hermanos?



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