El Día de Misiones es un día muy especial. Es recordar y hacer presente todo el gran proyecto de amor de Dios hacia el hombre, todo lo que ha hecho por amor y la apertura de su invitación a todos los pueblos a participar de una vida plena. Jesús, enviado Él mismo por el Padre, es el modelo de toda misión y mirando su vida y su obra podremos entender la grandeza y la belleza de esta tarea. El texto de San Marcos nos muestra los últimos momentos antes de su partida, donde Jesús transmite a sus apóstoles la misma misión que Él había recibido de su Padre. No podemos pues tener otro modelo de misión que la misma vida de Jesús. El mismo Jesús, retomando las palabras del profeta Isaías, afirmó en la sinagoga su carácter de enviado: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para anunciar la Buena Nueva a los pobres…”. Ahora Jesús confía esta misma misión a sus apóstoles y quiere que lo hagan a su mismo estilo: anunciar el Evangelio, expulsar demonios, hablar una nueva lengua, no temer venenos ni serpientes, imponer las manos a los enfermos, darles salud.
Así pues, si queremos cumplir con la misma misión de Jesús tendremos que seguir sus mismos pasos y adoptar sus mismas actitudes: Él, siendo el Señor, se hizo servidor y obediente hasta la muerte de cruz; siendo rico, eligió ser pobre por nosotros, enseñándonos el itinerario de nuestra vocación de discípulos y misioneros. En el Evangelio aprendemos la sublime lección de ser pobres siguiendo a Jesús pobre, y la de anunciar el Evangelio de la paz, sin bolsa ni alforja, sin poner nuestra confianza en el dinero ni en el poder de este mundo. La gran fuente que nos llenará internamente será el encuentro personal y comunitario con Jesús, mirarnos en Él y con Él, escuchar sus proyectos y sueños, confrontar nuestros ideales con los suyos y ajustar nuestros deseos a lo que Él mismo nos propone. Si tenemos la ilusión de ser como un gran río que siempre brota e inunda de fertilidad, debemos primeramente llenar nuestro corazón de la presencia de Jesús. Un río que no tiene fuente se agota, se seca y desaparece. No puede dar vida porque en su interior no hay vida. Por eso el día de las Misiones, más que un día de conquista como algunos lo han entendido, es la proclamación gozosa de que tenemos a Dios en nuestro corazón, que nos da alegría y felicidad. Como nos dice el Papa Francisco, no se lleva el Evangelio por conquista sino por contagio de una vida misionera. Por eso el anuncio se verá más en nuestras obras, que en nuestras palabras. En la generosidad de los misioneros se manifiesta la generosidad de Dios, en la gratuidad de los apóstoles aparece la gratuidad del Evangelio.
Día de las Misiones, podríamos decir, también es el día de la fraternidad, porque no podemos ni queremos quedarnos solos con el proyecto de Dios; porque, si hemos descubierto que Dios es nuestro Padre, tendremos que comprometernos en una vida de dignidad para todos los hermanos; porque, si hemos recibido la misma misión de Jesús, estaremos dispuestos a afrontar sus mismas consecuencias: “los amó hasta el extremo”.
El Día de las Misiones no puede reducirse únicamente a hacer una oración, dar una limosa y recordar a los pobrecitos del África que todavía no han conocido a Jesús. La misión implica un compromiso mucho más serio: es vivir plenamente el Evangelio y hacer que brote de nuestro interior una vida que contagie a los demás. Evangelizar es anunciar a Cristo con alegría, presentar su persona y su vida a los hombres de nuestro tiempo; es proclamar que su Reino es posible en medio de nosotros, que su mensaje es vivo; es descubrir que su presencia y su obra pueden continuar por medio de la Iglesia; es creer que sigue actuando en las pequeñas acciones de cada uno de nosotros; y es llenarnos de esperanza y de ilusión porque es posible construir una nueva humanidad, una nueva familia.
¿Cómo estamos viviendo nosotros nuestra misión? ¿Cómo estamos construyendo, desde lo pequeño, esa nueva humanidad?
Obispo de la Diócesis de Irapuato
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