/ domingo 1 de septiembre de 2024

Cuidado con las tradiciones superficiales

En el pasaje del evangelio de hoy Cristo nos hace el siguiente cuestionamiento: ¿nuestras costumbres y tradiciones sirven para enmascarar nuestras maldades y disfrazar nuestro egoísmo, o sirven para mantenernos fieles a Dios y dar vida al pueblo?.

Parece que se nos olvidan los principios fundamentales y queremos transformar el mundo desde fuera, sin transformar el interior de las personas, sin una verdadera conversión. No hay ningún camino secreto que nos pueda conducir a una verdadera transformación cuando nos quedamos en exterioridades, maquillajes y deformaciones de la realidad. ¿Cuántos programas se quedan sólo en el embellecimiento exterior sin tocar las fibras interiores por miedo al compromiso? Cristo nos previene con su fuerte declaración que “las maldades salen de dentro del corazón”. Los crímenes, los adulterios, los robos, las injusticias, la envidia, la difamación, son perversidades del corazón, aunque se maquillen como costumbres, tradiciones o modas.

El fariseísmo y el ritualismo no son un asunto que atañe al pasado, sino una tentación continua del tiempo presente en todos lados, aun en personas e instituciones que inician con las intenciones más puras y rectas. El modo de pensar farisaico bloquea el dinamismo y fuerza del evangelio y lo convierte en ritos, estructuras y costumbres que ahogan su espíritu. Por desgracia, es muy fácil caer en este estilo de una religión que venga a calmar nuestras inquietudes profundas y que adormezca las ansias de una vida coherente.

Hoy también podemos vivir un cristianismo superficial, de celebraciones sociales con agua bendita, de exterioridad y periférico, cuando en realidad Cristo exige un cristianismo que sea una verdadera respuesta personal a la llamada de Dios y a las necesidades de los hermanos.

No se puede, ni se debe, encerrar nuestra fe en una sacristía ni acallar con una novena; tiene que ir al fondo de la vida y dinamizar cada acción de quien se dice cristiano. El cristianismo no es una medalla para llevar en el pecho, ni un documento que nos acredite dentro de la iglesia, sino es, sobre todo, una actitud interior y una fuerza para vivir honestamente en todos los momentos de la vida.

No es posible decirse verdadero cristiano y malversar los fondos económicos de la comunidad, jugar con la justicia, mentir descaradamente.

No se puede decir que escuchamos el evangelio si después se pone al dinero como nuestro dios, se convive con la injusticia y se entregan al placer todos nuestros esfuerzos. Nos equivocamos rotundamente cuando ponemos más atención a los comportamientos exteriores que al cuidado interior, cuando cuidamos los formalismos y no la sustancia, cuando nuestras tradiciones no hunden sus raíces en la voluntad de Dios.

Muy dura resulta la crítica de Jesús a la hora de revisar los frutos concretos que brotan del interior: “las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad”.

¿Esto brota de nuestro interior? La sabia advertencia de Jesús tiene plena actualidad en nuestra sociedad tan compleja y organizada. Hay que cuidar el interior, no lo superficial.

Están bien todos los intentos de embellecer y dar su manita de gato a nuestras comunidades con programas sociales, pero si no vamos al fondo, si no cambiamos las estructuras injustas, si no se cambia el corazón del hombre, todo queda en buenos deseos. ¡Qué importa vestir bonito cuando se tiene el corazón podrido!

Necesitamos de una conversión que nos lleve a acciones concretas en cada momento de nuestra vida. Ser discípulo de Jesús implica vivir de acuerdo a sus criterios en todos los ámbitos de nuestra existencia. La fe no es un saco que se pone y se quita al entrar en la Iglesia, sino es una vivencia personal que nos exige actuar en forma coherente en todos los rincones de nuestro mundo.

Es falsa ilusión decir que estamos buscando una sociedad más justa y humana, si ninguno de nosotros estamos dispuestos a reconvertir y a cambiar el corazón, y seguimos aferrados a nuestras tradiciones y privilegios. ¿Influye el evangelio en cada momento de nuestra vida? ¿Es solamente un accesorio o brota desde nuestro interior? ¿Qué tendremos que cambiar?



Obispo de la Diócesis de Irapuato
Facebook @ObispodeIrapuato

En el pasaje del evangelio de hoy Cristo nos hace el siguiente cuestionamiento: ¿nuestras costumbres y tradiciones sirven para enmascarar nuestras maldades y disfrazar nuestro egoísmo, o sirven para mantenernos fieles a Dios y dar vida al pueblo?.

Parece que se nos olvidan los principios fundamentales y queremos transformar el mundo desde fuera, sin transformar el interior de las personas, sin una verdadera conversión. No hay ningún camino secreto que nos pueda conducir a una verdadera transformación cuando nos quedamos en exterioridades, maquillajes y deformaciones de la realidad. ¿Cuántos programas se quedan sólo en el embellecimiento exterior sin tocar las fibras interiores por miedo al compromiso? Cristo nos previene con su fuerte declaración que “las maldades salen de dentro del corazón”. Los crímenes, los adulterios, los robos, las injusticias, la envidia, la difamación, son perversidades del corazón, aunque se maquillen como costumbres, tradiciones o modas.

El fariseísmo y el ritualismo no son un asunto que atañe al pasado, sino una tentación continua del tiempo presente en todos lados, aun en personas e instituciones que inician con las intenciones más puras y rectas. El modo de pensar farisaico bloquea el dinamismo y fuerza del evangelio y lo convierte en ritos, estructuras y costumbres que ahogan su espíritu. Por desgracia, es muy fácil caer en este estilo de una religión que venga a calmar nuestras inquietudes profundas y que adormezca las ansias de una vida coherente.

Hoy también podemos vivir un cristianismo superficial, de celebraciones sociales con agua bendita, de exterioridad y periférico, cuando en realidad Cristo exige un cristianismo que sea una verdadera respuesta personal a la llamada de Dios y a las necesidades de los hermanos.

No se puede, ni se debe, encerrar nuestra fe en una sacristía ni acallar con una novena; tiene que ir al fondo de la vida y dinamizar cada acción de quien se dice cristiano. El cristianismo no es una medalla para llevar en el pecho, ni un documento que nos acredite dentro de la iglesia, sino es, sobre todo, una actitud interior y una fuerza para vivir honestamente en todos los momentos de la vida.

No es posible decirse verdadero cristiano y malversar los fondos económicos de la comunidad, jugar con la justicia, mentir descaradamente.

No se puede decir que escuchamos el evangelio si después se pone al dinero como nuestro dios, se convive con la injusticia y se entregan al placer todos nuestros esfuerzos. Nos equivocamos rotundamente cuando ponemos más atención a los comportamientos exteriores que al cuidado interior, cuando cuidamos los formalismos y no la sustancia, cuando nuestras tradiciones no hunden sus raíces en la voluntad de Dios.

Muy dura resulta la crítica de Jesús a la hora de revisar los frutos concretos que brotan del interior: “las intenciones malas, las fornicaciones, los robos, los homicidios, los adulterios, las codicias, las injusticias, los fraudes, el desenfreno, las envidias, la difamación, el orgullo y la frivolidad”.

¿Esto brota de nuestro interior? La sabia advertencia de Jesús tiene plena actualidad en nuestra sociedad tan compleja y organizada. Hay que cuidar el interior, no lo superficial.

Están bien todos los intentos de embellecer y dar su manita de gato a nuestras comunidades con programas sociales, pero si no vamos al fondo, si no cambiamos las estructuras injustas, si no se cambia el corazón del hombre, todo queda en buenos deseos. ¡Qué importa vestir bonito cuando se tiene el corazón podrido!

Necesitamos de una conversión que nos lleve a acciones concretas en cada momento de nuestra vida. Ser discípulo de Jesús implica vivir de acuerdo a sus criterios en todos los ámbitos de nuestra existencia. La fe no es un saco que se pone y se quita al entrar en la Iglesia, sino es una vivencia personal que nos exige actuar en forma coherente en todos los rincones de nuestro mundo.

Es falsa ilusión decir que estamos buscando una sociedad más justa y humana, si ninguno de nosotros estamos dispuestos a reconvertir y a cambiar el corazón, y seguimos aferrados a nuestras tradiciones y privilegios. ¿Influye el evangelio en cada momento de nuestra vida? ¿Es solamente un accesorio o brota desde nuestro interior? ¿Qué tendremos que cambiar?



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