/ domingo 8 de septiembre de 2024

¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?

de su tiempo, muy parecida a nuestra situación actual: pesimismo frente a los graves problemas, desilusión e impotencia ante la corrupción, miedo ante la violencia… Pero no se queda en el silencio y lanza su grito para que todos lo escuchemos: “Digan a los de corazón apocado: ‘¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero viene ya para salvarlos’”. No son palabras de condena o de reproche, no son palabras acusadoras. Isaías bien comprende que nos asusta la incertidumbre de un futuro poco o nada claro, que nos paralizan los temores de un asalto, que nos angustia el porvenir tanto personal como de las comunidades; entiende bien nuestro miedo a la muerte, a la dificultad, a la prueba y al dolor, pero nos pide que levantemos la vista y contemplemos a nuestro Dios que llega para participar con nosotros. Nos invita a que pongamos en Él nuestra confianza: Él no se puede quedar sordo a nuestro sufrimiento y a nuestro dolor; Él está allí para compartir todo eso con nosotros y para darle sentido; Él viene a salvarnos.


La queja más frecuente de quienes sufren de una manera más dramática la pobreza y la violencia es enfrentarse a oídos sordos. “A los pobres no nos hacen caso”, es con frecuencia su queja y van buscando personas que den voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero o las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. Ahora bien, esta imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro ámbito interior.


Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “El lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva”, es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación, de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el mandato de Jesús: “¡Effetá!”, y debemos abrir los oídos y el corazón. Es necesario escuchar a Dios en la historia, en el evangelio, en la vida, en las personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para anunciar la buena nueva.

El apóstol Santiago, en la segunda lectura, nos dice, con un ejemplo muy duro pero muy cierto, que no todas las personas son escuchadas del mismo modo: hay algunas a las que no se les hace caso y se les ignora. Lo dice de las asambleas de su tiempo, pero lo mismo pasa en nuestras asambleas: a veces tiene más estimación un traje bonito que la dignidad de una persona. En nuestra sociedad hay muchos marginados que no tienen voz, ni derechos, ni presencia. Necesitamos acabar con esta sociedad de sordos y mudos, y construir una nueva sociedad donde la voz y la palabra tengan su relevancia, no importando quién es el que la pronuncie, sino su contenido: una sociedad donde sea más importante encontrarse con el hermano que todos los bienes materiales.

¿Se realmente escuchar las “voces” de Dios? ¿Soy capaz, aunque con tartamudez y lentitud, de anunciar su mensaje? ¿Tengo espacios para “encontrarme¨ con Él? Y en el horizonte fraternal: ¿escucho el sentir y el dolor de los hermanos? ¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?

Obispo de la Diócesis de Irapuato
Facebook @ObispodeIrapuato


de su tiempo, muy parecida a nuestra situación actual: pesimismo frente a los graves problemas, desilusión e impotencia ante la corrupción, miedo ante la violencia… Pero no se queda en el silencio y lanza su grito para que todos lo escuchemos: “Digan a los de corazón apocado: ‘¡Ánimo! No teman. He aquí que su Dios, vengador y justiciero viene ya para salvarlos’”. No son palabras de condena o de reproche, no son palabras acusadoras. Isaías bien comprende que nos asusta la incertidumbre de un futuro poco o nada claro, que nos paralizan los temores de un asalto, que nos angustia el porvenir tanto personal como de las comunidades; entiende bien nuestro miedo a la muerte, a la dificultad, a la prueba y al dolor, pero nos pide que levantemos la vista y contemplemos a nuestro Dios que llega para participar con nosotros. Nos invita a que pongamos en Él nuestra confianza: Él no se puede quedar sordo a nuestro sufrimiento y a nuestro dolor; Él está allí para compartir todo eso con nosotros y para darle sentido; Él viene a salvarnos.


La queja más frecuente de quienes sufren de una manera más dramática la pobreza y la violencia es enfrentarse a oídos sordos. “A los pobres no nos hacen caso”, es con frecuencia su queja y van buscando personas que den voz que pueda ser escuchada. Nos encontramos en un país de sordos y mudos. Los que tienen las graves necesidades y los muchos problemas, por más que se cansen de gritar, de pedir y de demostrar, no son escuchados. Quienes tienen la autoridad, el poder, el dinero o las posibilidades de solucionar problemas, se han vuelto incapaces de escuchar los gritos de angustia y de dolor del pueblo. Ahora bien, esta imagen del sordomudo podría también representar a las personas incomunicadas no solamente con sus semejantes, sino también con Dios. No tenemos tiempo para escuchar su palabra, no queremos oír sus mensajes, no estamos dispuestos a dejarlo entrar en nuestro ámbito interior.


Me impresiona la forma en que Cristo cura al sordomudo: “El lo apartó a un lado de la gente, le metió los dedos en los oídos y le tocó la lengua con saliva”, es todo un ritual de acercamiento y atención personalizada. Es lo que requiere la comunicación. No se trata a la persona como si fuera una ficha o un número, no se le aplican controles, sino se crea el momento oportuno, donde pueda escucharse, donde se pueda palpar cuáles son sus sentimientos. Se rompen los muros de los prejuicios, de la discriminación, de la separación y se puede entablar un verdadero diálogo. Sólo entonces se abren los oídos y se pronuncian las palabras que tienen sentido. Sólo entonces puede haber verdadera comunicación. Hoy vuelve a resonar el mandato de Jesús: “¡Effetá!”, y debemos abrir los oídos y el corazón. Es necesario escuchar a Dios en la historia, en el evangelio, en la vida, en las personas, descubriendo lo que Él nos dice, no lo que nosotros queremos escuchar. Hay que buscar los momentos apropiados para dejar que el eco de su voz resuene en nuestro interior, porque Él nos sigue hablando en todos los momentos de la vida. Necesitamos también abrir nuestra boca para anunciar la buena nueva.

El apóstol Santiago, en la segunda lectura, nos dice, con un ejemplo muy duro pero muy cierto, que no todas las personas son escuchadas del mismo modo: hay algunas a las que no se les hace caso y se les ignora. Lo dice de las asambleas de su tiempo, pero lo mismo pasa en nuestras asambleas: a veces tiene más estimación un traje bonito que la dignidad de una persona. En nuestra sociedad hay muchos marginados que no tienen voz, ni derechos, ni presencia. Necesitamos acabar con esta sociedad de sordos y mudos, y construir una nueva sociedad donde la voz y la palabra tengan su relevancia, no importando quién es el que la pronuncie, sino su contenido: una sociedad donde sea más importante encontrarse con el hermano que todos los bienes materiales.

¿Se realmente escuchar las “voces” de Dios? ¿Soy capaz, aunque con tartamudez y lentitud, de anunciar su mensaje? ¿Tengo espacios para “encontrarme¨ con Él? Y en el horizonte fraternal: ¿escucho el sentir y el dolor de los hermanos? ¿Permanezco mudo ante las injusticias, la mentira y el dolor?

Obispo de la Diócesis de Irapuato
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