Rechoncho, más bien bajito, es como lo describían las crónicas de entonces. Gerd Müller parecía todo menos un delantero centro. Con su número 13 en la espalda y su cabello revuelto, vivía en el área engañando rivales. Apenas y la tocaba y ya era gol, como si de un torpedo letal se tratara.
El delantero alemán dedicó la mayor parte de su carrera a merodear por el área. Lo suyo nunca fue la gambeta, aunque tampoco es que le hiciera falta. Veloz como pocos, Müller anticipaba el movimiento hasta quedar de frente al marco, ya ahí lo convertía en un paredón donde fusilaba a los arqueros sin la menor compasión. El “Bombardero” hizo del área un campo minado. Definía al toque, consciente de que ahí, de cara al gol, lo que menos sobra es tiempo.
Nacido en la Alemania de la década de los 40, Müller pertenece a esas generaciones que comprenden que una vez perdido todo, lo único que resta es andar de nuevo el camino. Pasada la Segunda Guerra Mundial, el pequeño Gerd forjó un carácter indestructible que tiempo después trasladaría a los campos de futbol. Con apenas ocho años, fue testigo del campeonato conseguido por Alemania, en 1954, aquella tarde histórica donde los teutones vencieron a esa Hungría parecida a un sueño, en el denominado Milagro de Berna. En ese momento, Müller comprendió que el futbol en su vida sería precisamente eso, un milagro.
Y es que para milagros hay pocos como el que representó Müller para Alemania. El “Bombardero” llegó a México 70 con la responsabilidad de cargar con el ataque, y vaya que lo hizo. Gerd anduvo por los campos mexicanos como si se tratara de canchas de entrenamiento, donde lo único que vale es marcar goles. El “Torpedo” terminó aquel Mundial con 10 tantos, sin embargo, su genio goleador no fue suficiente para llevar a Alemania a la gran final, y es que en el camino había una Italia insuperable.
Pero hay algo que tienen los delanteros, que cada segundo se forjan en esa línea tan delgada que divide la gloria de la frustración. Muller comprendió que como todo en la vida, el futbol también ofrece revanchas, y no la desaprovechó.
Fue un 7 de julio de 1974, tarde nublada, estadio Olímpico de Munich, final del Mundial, Alemania y Holanda empataban a uno, Bonhof conducía por la punta derecha mientras las opciones se le agotaban. Dentro del área tres holandeses borraban del mapa a Müller, que, necio, igual logró el desmarque, y en el movimiento encontró el balón. Después, un rebote oportuno dejó la pelota ahí, a merced de su pierna derecha, la cual, con un zapatazo cruzado y fulminante, mandó al fondo de las redes. Alemania 2, Holanda 1.
Aquella imagen de Müller saltando desbocado tras marcar el gol de la victoria, y luego la ceremonia, donde el genio besa y levanta la Copa, fueron las últimas postales del “Torpedo” en un Mundial de futbol. Fuerte de carácter, Gerd se retiró de su selección cuando aún le quedaba cuerda. Aunque a decir verdad, su recuerdo se mantuvo siempre. Por 28 años fue el máximo goleador de las Copas del Mundo, con 14 anotaciones. Luego llegó Ronaldo, y después Miroslav Klose, pero eso, tratándose del “Bombardero”, es lo que menos importa.